Chatou fue una Arcadia para los impresionistas. Esta población de 30.000 habitantes a las afueras de París, de paseos silenciosos que bordean las orillas del Sena, sirvió como taller al aire libre para los pintores del XIX, siempre en busca de atrapar la fugacidad del tiempo y el reflejo del agua. La Gare Saint Lazare en París fue el antiguo punto de partida de una excursión cuyo destino último era el río. O, mejor dicho, el agua y sus actividades de remo. O los almuerzos de manteles sobre la hierba, retratados por Renoir, Monet, o posteriormente el neo impresionista Seurat, en esa célebre tela que se zambulle en el espíritu de toda una época: Un dimanche après-midi à l’Ile de la Grande Jatte (Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte).
La línea A del tren de cercanías francés, conocido por sus siglas RER, ha reemplazado a la Gare Saint Lazare como vía de acceso a Chatou. Basta con tomarla en dirección hacia Saint Germain en Laye, y en algo menos de una hora se podrá hacer una primera inmersión, desprovistos de pasaporte, en el país de los impresionistas.
Se trata de cuatro circuitos por senderos que abrazan el río en forma de herradura. En cada uno se han dispuesto pequeñas vallas con reproducciones de más de 30 pinturas impresionistas, en los puntos exactos desde donde fueron ejecutadas. De esta forma, L’Entrée du village des voisins, de Camille Pisarro, o Le pont du chemin de fer à Chatou, de Renoir, saltan a la vista del paseante en un juego óptico que viaja entre la obra y el paisaje que la inspiró.
Un buen punto de referencia para empezar esta excursión es el restaurante y museo Maison Fournaise. Un lugar clave para acercarse a aquellos tiempos en que la bicicleta aún no había desplazado al remo. La terraza de toldos a rayas rojas y blancas, además de tener una privilegiada vista al río, fue el lugar que dio pie para que Renoir ejecutara una de las escenas más conocidas de la pintura francesa: Le déjeuner des canotiers (Almuerzo de los remeros).
Se trata de un viaje que sitúa al espectador en una atmósfera amodorrada, donde parece que ya ha pasado la hora de la comida. Un remero con postura distendida mira curioso hacían un punto inexacto, la liviandad de la luz a media tarde se filtra por toda la escena y se puede presentir la risa pueril de unas jóvenes ataviadas con sombreros coronados por adornos de flores.
La historia del restaurante va ligada a la del movimiento artístico. A mediados de 1853 comenzó a funcionar como garaje para embarcaciones y restaurante para los nuevos forasteros. De la primera parte se encargaba Alphonse, carpintero de barcos y jefe de familia. De la fonda, su mujer. Con el tiempo sus hijos se encargarían de ayudar a las visitantes a embarcarse, así como también a organizar actividades náuticas. Su hija Alphonsine, por su parte, fue modelo e inspiración para distintos pintores. Renoir la retrató en más de una ocasión. Y en Le dèjeuner des canotiers aparece acodada sobre la baranda hablando con un personaje que aparece de espaldas y que ha sido identificado como el barón Raoul Barbier.
Guy de Mauppasant fue otro cliente habitual de la fonda de la familia Papillon (Alphonse se encargaba del cuidado de sus botes). El escritor la describió en su cuento La femme de Paul como el “falansterio de los remeros”, donde desde la puerta ya estallaba “un tumulto de gritos, de llamadas”, y en el que el dueño del establecimiento le daba la mano a las mujeres para subirse con “precaución en las yolas”· La Maison Fournaise cerró en 1906. Durante años estuvo olvidada hasta que fue recuperada de las ruinas por una iniciativa del ayuntamiento que terminó las obras de renovación en 1990.
Siguiendo con el recorrido, uno de los circuitos más agradables, si se tiene en cuenta la poca intervención inmobiliaria en el paisaje, es el dedicado a Claude Monet. El maestro parisino se instaló alrededor de 1864 en Saint Michel, una aldea cercana a Chatou. Uno de sus desafíos era llegar a captar la densidad y, al mismo tiempo, la fluidez del agua. Incluso llegó a instalar su taller sobre una barca para poder captar ciertos reflejos que en otras circunstancias le habrían resultado imperceptibles. Sentía atracción por la rivera: “El Sena! Yo lo he pintado toda mi vida, a toda hora, en todas las estaciones, desde París hasta el mar”.
Su vecino Auguste Renoir definió su llegada como una buena sociedad para la pintura. Juntos trasladaron sus caballetes al aire libre para pintar una reputada guinguette, o taberna de corte popular de la zona: La Grenouillère. El jurado del Salón de 1868 habría de rechazar los cuadros de esta serie presentados por los dos artistas.
Este establecimiento congregaba a una legión de visitantes vitales que buscaban una canoa para pasar el día. La taberna ya no existe, pero el lugar donde los dos maestros se ubicaron para pintarla se encuentra en un recodo del trayecto. Un recodo donde la maleza se ha ido apoderando de lo que queda de este estrecho muelle. En todo caso, la reproducción instalada en este punto permite componer mentalmente la escena: las canoas en primer plano; el café flotante; las jóvenes con vestidos blancos y unos veleros a lo lejos.
El diario Événement Illustré, fundado por Victor Hugo, publicó en junio de 1868 una crónica que narraba los acontecimientos en el muelle. “La Grenouillère es el Trouville de los márgenes del Sena (…) Sobre una vieja gabarra bien alquitranada, sólidamente amarrada, se ha construido un conjunto de barracas de madera pintado de color verde y blanco; sobre el frente de la gabarra se encuentra un balcón de madera (…) En una gran sala, se ofrecen refrescos de toda clase; a la izquierda está el taller del constructor de barcos; a la derecha se encuentran las cabinas para los bañistas (…) Las orillas del Sena están abastecidas con canoas amarradas y remeros extendidos al amparo de la sombra de los grandes árboles. Todo este gentío, elegante, selecto, artístico y aristocrático, se compone de habitantes o propietarios del país”.
Para el historiador de arte francés Daniel Wildenstein en esta obra hay un “tratamiento inédito de la superficie”. La pintura introduce movimiento en un tiempo corto. Y es a través de este “parpadeo de los reflejos” con el que “Monet se lanza a la conquista de técnicas, que conducen directamente al impresionismo”.
Así pues, la industrialización del Sena fue apagando con la llegada del siglo XX la calma y saturó las márgenes del río. El panorama cambió y los artistas buscaron otros entornos. Maupassant, por ejemplo, se marchó en 1889, porque, según él, en Chatou ya no era “viable estar”. Al igual que los pintores en sus lienzos, el cuentista dejaría testimonio en sus textos y en su correspondencia del recuerdo grato de los días en que la libertad consistía en dar un paseo por el río.
Texto: El Viajero (El País)