Una catedral de estreno. No solo porque llevara treinta años cerrada y empolvada sino porque al restaurarla han aflorado frescos renacentistas y sorpresas de calado. El revuelo mediático –visita de los Príncipes de Asturias, televisiones, etcétera– ha servido para recordar que “la ciudad mudéjar” no solo es una joya aragonesa mal conocida sino que es, además, la puerta de una de las comarcas más bellas y literarias que cabe imaginar: los dominios del Moncayo.
La catedral de Santa María de la Huerta, en Tarazona, es un templo gótico, de toques renacentistas, que destaca especialmente por su su cimborrio, con taraceado de cerámica polícroma.
La catedral de Santa María de Tarazona, en la provincia de Zaragoza, se ha convertido en la gran atracción de Aragón (un poco, salvando las distancias, lo de la Sagrada Familia y Barcelona). Es un templo gótico, con toques renacentistas y aderezos mudéjares que la hacen singular. El claustro sobre todo, con celosías de yeso únicas. También la torre (con aires de Giralda) incluye un cuerpo mudéjar, y el cimborrio recuerda a los mejores ejemplos del mudéjar turolense, con taraceado de cerámica polícroma. Pero fue al limpiar el interior del cimborrio cuando los restauradores cantaron bingo: debajo de capas de yeso aparecieron desnudos renacentistas, copiados de grabados italianos, personajes bíblicos o de fábula, en grisalla, flanqueando a estatuas de piedra; tuvieron que pintarlos poco antes de 1560, porque entonces el Concilio de Trento prohibió los desnudos en las iglesias. Hay muchos más detalles, y tareas por hacer: habrá una muestra permanente sobre las obras catedralicias; otra asignatura pendiente es el órgano: está, pero no suena. Y la catedral guarda una exquisita colección de música. Ojalá pronto podamos oírlo, y si a eso unen algo de música antigua, sefardí o morisca, pues Tarazona habrá ascendido de división.
A Tarazona la llaman ciudad mudéjar y conviene recordar que mudéjar significa el estilo que floreció en reinos cristianos (Aragón y Castilla, sobre todo) donde los alarifes (albañiles) eran moros, o conversos, y naturalmente hacían lo que habían aprendido: arte morisco. Con elementos humildes como el yeso o el ladrillo (el uso del ladrillo y el toque morisco se infiltrarían incluso en obras renacentistas, barrocas y posteriores). O sea, que Tarazona fue un cruce de culturas, conviviendo, mal que bien, judíos, moros y cristianos. Ese ramalazo multiétnico no ha cambiado tanto, no crean: subes una cuesta, y de tres ventanas abiertas echan a volar una pachanga caribeña, un quejido morisco (¿flamenco?) o una copla cañí.
Patios renacentistas. El mestizaje, en realidad, empezó mucho antes. Cuando llegaron los romanos a este municipium Turiaso, ya antes los celtíberos ocupaban el cerro que llaman el Cinto (por haber estado amurallado) y que se alza sobre el curso del río Queiles, maniatado ahora como vulgar acequia. Al Cinto se sube por los Recodos; aprovechando la propia roca, los árabes levantaron allí su Zuda o palacio, y algunas mezquitas que acabarían convertidas en iglesias; Tirasone pasó a llamarse Tirasona. Pero la estampa urbana apenas ha variado, la ciudad alta sobre todo. Abajo, sí, al otro lado del río crecen los bloques y polígonos, fábricas que son ya también arqueología industrial…
Para ver lo imprescindible lo mejor es apuntarse a las visitas guiadas que organiza la Oficina de Turismo (y abre puertas duras de roer). La gira suele comenzar por la catedral, se cruza la calle para entrar en el Palacio Eguarás, con su hermoso patio renacentista (aún no saben qué uso darle) y el anexo Jardín Botánico (también en barbecho). Por el lado contrario está San Francisco, cuyo interior depara otra sorpresa: al restaurar el claustro han aparecido frescos medievales, y en una de sus capillas los Reyes Católicos hicieron cardenal a Cisneros (la parte que fue convento es ahora Escuela Oficial de Idiomas, algo muy a tono con esta ciudad mestiza).
Luego hay que subir al Cinto, por los Recodos, echando el bofe (se comprende que muchas puertas luzcan el cartel de Se vende). Sobre la roca viva, bermeja y friable, levantaron los árabes su alcázar, que los obispos convirtieron en su palacio. Los recientes prelados no lo habitan, así que está hecho una pena. Pero contiene cosas tan notables como el patio, un oratorio cubierto de frescos y el Salón de Concilios, con decenas de retratos de obispos tapizando un espacio que sería ideal para conciertos, es una idea. En los bajos (antiguas caballerizas) han instalado un pequeño espacio arqueológico (a falta de Museo local, que bien podría ser la propia Zuda).
El Bécquer más inspirado. Frente a Palacio se alza la Magdalena, que, aunque es iglesia románica, luce una torre de ladrillo que parece un alminar cimbreante, y es lo más visto, quieras o no, de Tarazona. Unos pasos más arriba, el templo de San Atilano se ha convertido en espacio cultural. Hubo una morería o barrio morisco segregado, por la cuesta de San Juan. Pero la que ha conservado intacto su perfil es la judería. De noche, impresiona. Ocupa las calles Judería, Aires, rúas Alta y Baja de Bécquer, y en ella se encuentran unas casas colgadas recién restauradas. Fue aljama importante (pertenece a la Red Caminos de Sefarad, que agrupa a 23 de las españolas). Su centro (provisional) es la Asociación Moshé de Portella (un financiero del siglo XIII), y está en los bajos de la Zuda. Bécquer da nombre a dos calles porque el hombre quedó impresionado; estaba reponiéndose en el cercano monasterio de Veruela, y allí escribió Cartas desde mi celda, donde hace vívidas descripciones del mercado de Tarazona (y, por supuesto, del Moncayo).
Callejeando un poco llegamos a la Plaza del Ayuntamiento. Su fachada presenta figuras mitológicas y hercúleas (nunca mejor dicho: Hércules es una de ellas). Pero lo más notable es el friso que recorre la fachada representando el cortejo de Carlos V cuando fue a Bolonia para ser coronado Emperador. Como las figuras son chicas, y pasan casi inadvertidas, recomiendo vivamente llevar entre manos la novela de Mújica Láinez Bomarzo (capítulo III), donde describe con palabras que parecen gemas esa procesión del Emperador y edecanes, ataviados con capa “que debía pesar como si estuviera forrada de plomo”… desfilando lentísimos, “a modo de tres caracoles colosales”. Frente al Ayuntamiento, una escultura gargallesca recuerda la tradicional fiesta del Cipotegato. Y unos pasos más abajo, el convento de la Merced aloja el Conservatorio de Música. Además de Banda (las hay en todas partes), tienen una Orquesta Joven y agrupaciones de cámara, y celebran concursos y conciertos. La afición no es nueva.
Coplas y cine. Más abajo, junto al río, se levantó en 1921 un teatro a la italiana que es una bombonera. Y el ambigú se ha transformado en un museo de la paisana Raquel Meller (1888-1962), que cantó las coplas y cuplés que luego repitieron otras (como Sara Montiel). La Meller tuvo fama increíble; le dedicaron versos y ditirambos Manuel Machado o los hermanos Quintero. Otro vestíbulo del teatro está dedicado al también paisano Paco Martínez Soria, que rodó algunas de sus películas en Tarazona (que cuenta, por cierto, con Festival de Cine). Contrastes de la vida: a cuatro pasos, en la acera de enfrente (Hogar Doz), está enterrado Baltasar Gracián, el más culto, críptico y aforístico escritor barroco, a quien deberían leer los twiteros actuales, antes de colgar tontunas.
Hay más cosas curiosas en Tarazona, como la plaza de toros octogonal, del siglo XVIII, donde lidiaron monstruos como El Huevatero, El Relojero o Cúchares. Y está, sobre todo, el entorno: la Dehesa del Moncayo. Un monte sagrado que fue ara de Júpiter, al que cantó Antonio Manchado y por cuyos pueblos y piedemonte (Lituénigo, Trasmoz, Litago, Alcalá del Moncayo, Ambel, Talamante…) esparció como escarcha anotaciones y leyendas el romántico Bécquer. No es este un territorio para escaparse un par de días. Es un lugar mágico para escaparse, sin más.
Texto: Viajar el Periódico