Soy una romántica empedernida, lloré como niña chica con El paciente inglés y las increíbles imágenes del Sahara. Claro, estamos en el siglo XXI y cuando fui a Túnez pensé que beduinos montados en dromedarios eran recuerdos del pasado, pero estaba muy equivocada.
Una mirada al Sahara
Aunque todo viaje a Túnez empieza por su capital, esto es si se viaja desde España, nuestra aventura inicia en Tozeur. Pero, ¿por qué Tozeur? Pues porque es natural adentrarse en el desierto desde un oasis.De modo que es Tozeur y no Gafsa, el límite entre el norte verde y montañoso y el desértico sur, nuestra puerta al Sahara, el mayor desierto cálido del mundo. El Sahara ocupa un tercio de la enorme África, tiene frontera con casi todos los países del norte africano y tiene la bicoca de 2.5 millones de años. Si nos pusiéramos a calcular, la totalidad de Europa casi cabría en este territorio porque, el Sahara para albergarla, solo se queda corto en menos de un millón de metros cuadrados; algo así como una España y media.
Tozeur y los dedos de luz
La carretera discurre por ondulantes paisajes áridos, hace un calor indescriptible a pesar de ser inicios de primavera. Se agradece el aire de nuestro todo terreno y la abundante agua que nos proporciona nuestro guía. Es mejor comprar botellas pequeñas, porque las grandes, una vez calientes son imbebibles. Vamos cabeceando un poco y de pronto ¡un oasis! Verde, maravilloso, formado por millones de palmeras, es Tozeur, capital de la comarca del Jerid y el oasis más grande de Túnez. Aquí se dan los mejores dátiles del mundo “deglet nour” o “dedos de luz”, riquísimos. Los niños se ponen morados con ellos y mejor, el chocolate ya es un charco en su empaque. En Tozeur vimos nuestros primeros beduinos a lomo de dromedario, paseamos por la medida, con sus casas de barro cocido al sol y caminamos un poco por el palmeral hasta el mirador El Belvedere. Un merecido chapuzón en la piscina del hotel precede una cena temprana y a la cama.
Rescate en el desierto
Muy temprano, regresamos un poco al norte, a Metlatoui, punto de partida de un recorrido inolvidable por el Atlas sahariano a bordo de un tren histórico: el Lezard Rouge o Lagarto rojo,aunque un poco destartalado, tiene todo el encanto de lo antiguo. El billete no distingue primera clase de tercera y es mejor llegar temprano para ocupar las butacas de cuero del vagón-salón. El tren sale a las 10:30 los lunes, miércoles, viernes y domingos y a las 10:00 el martes y jueves. Los sábados funciona, pero solo en vacaciones escolares. El billete para adultos cuesta alrededor de 11.5EUR y 7.5 EUR para niños menores de 12 años. El silbato suena y lentamente dejamos atrás Metlatoui para adentrarnos en la garganta del río Selja. Uno pensaría que la vegetación estaría ausente en el desierto, pero frondosos juncos crecen en la ribera del río, que es negro por el fosfato. Las montañas nos hacen preguntarnos si estamos en Marte, altas, rojas, sin vegetación y el silencio que solo rompe nuestro tren. El recorrido toma una hora y media, pero de regreso tuvimos un pequeño percance: el tren se descompuso. Afortunadamente lo hizo justo cuando pasábamos al lado de un pequeñísimo oasis y aunque es difícil imaginar que una situación de emergencia se preste a risa, ahí estábamos, en medio de la nada tratando de recordar lo que habíamos visto en el programa de cómo sobrevivir en el desierto, bebiendo refrescos a punto de ebullición y sintiéndonos en una peli. La sensación de estar en una película se agudizó cuando una hora más tarde vimos acercarse a toda velocidad, una flotilla de vehículos 4×4, en medio de una nube de polvo…nuestro equipo de rescate.
Chott Jerid
Bellamente desolado, sería lo que mejor describe este enorme mar de sal. Este antiguo lago salado cuyos atardeceres y espejismos son famosos presenta unos colores caleidoscópicos. Su superficie es un pantano de yeso, sal y limo y el área más firme está atravesada por la carretera por la que circulamos. Hicimos una parada a comprar más dátiles y rosas del desierto y a nuestro guía, le ofrecen cinco dromedarios por nuestra amiga Clara. Creo que el precio no era adecuado porque cortésmente declinó la oferta y salimos corriendo para Douz, que es donde el desierto ya es desierto de verdad, verdad.
Douz, Kebili y la arena
En Douz hay una puerta blanca, esta puerta es por la que salen y entran los beduinos en sus caravanas. Después de esa puerta, el desierto infinito de dunas color dorado, pero antes de ver esto, nos refugiamos en nuestro hotel en Kebili o Gibili para huir del calor de la tarde. Por fin, Salah, nuestro guía, da orden de partir hacia Onk Ejjmel, donde se rodaron algunas escenas de La guerra de las galaxias y El paciente inglés. Es demasiado hermoso para describirlo, la arena es tan bonita y fina que me preguntó porqué no compramos arena para las playas de Málaga en Douz. Subimos por dunas tan altas como colinas y bajamos rodando sin hacernos daño, nos sentamos en las figuras caprichosas labradas por el viento. Cada uno llena una botella con arena como recuerdo.
Matmata y la hospitalidad berebere.
Acongojados, nos dirigimos por la región montañosa de Matmata hacia Ajim, donde tomaríamos el ferry para la isla de Jerba. Salah nos tiene una última sorpresa: un paseo en dromedario. Nos ponen una túnica, nos atan el turbante y como expertos beduinos salimos a la arena. Terminado el paseo, abandonamos el desierto y nos internamos en Matmata, refugio de los beréberes, quienes excavan sus viviendas en el interior de la montaña. Conocidas como “cuevas trogloditas”, han dado al paisaje una apariencia lunar, por los boquetes de entrada. Este sistema es ideal para protegerse del duro clima, helado en invierno y horno en verano. Salah, nos lleva a una de estas viviendas y la dueña nos invita al pan sin levadura más sabroso que haya probado y a té de menta con una gran sonrisa.
Túnez es un país maravilloso. La experiencia vale la pena cuando se abren los ojos como platos, los adultos nos sentimos como niños y se siente la felicidad particular de hacer realidad un sueño en compañía de los que más queremos en la vida, nuestros hijos.