San Juan, Puerto Rico, jueves, 2.30 de la madrugada. En el Nuyorican Café no cabe un alma. Es el teatro musical por excelencia del casco antiguo, por cuya tarima han pasado desde cantautores españoles a lo más granado del jazz latino. Y, por supuesto, orquestas de salsa. Esta noche toca batucada. Un espectador con camisa color turquesa mira desde su mesita a los músicos y, después de pensárselo mucho, termina por arrancarse a bailar junto a ellos. Es Mick Jagger, el legendario líder de la banda Rolling Stones, que ha elegido para janguear el barecito preferido de otras star systems como Benicio del Toro. No todo el mundo le reconoce: aquí los veinteañeros son mayoría, algunos con rastas y otros con cierto aire bohemio. A veces uno no es capaz de recordar el camino que te lleva directo al Nuroyican, pero un leve sonido de bongos o quizás de una trompeta hacen volar a cualquiera sobre los adoquines azul cobalto hasta el callejón donde abre sus puertas. Muchos dicen que tras ellas se esconde el verdadero espíritu del Viejo San Juan, el lugar que hay que conocer para saber qué es lo que está pasando. Conciertos, teatro, exposiciones… todas las artes tienen cabida en este pequeño café, con tanta historia, tanta mezcla y tanta magia como la propia capital boricua.
Cocina criolla en el SoFo. Pero, ¿qué es un nuyorican? Pues, sencillamente, una persona nacida en Nueva York, pero con descendencia puertorriqueña. La actriz y cantante Jennifer López es un buen ejemplo. Su última conquista, un bailarín llamado Casper, es la verdadera comidilla en The Parrot Club, un local siempre de moda en el que es posible pasar las horas alegremente entre piñas coladas y bacardíes limón. Esto es el SoFo, la zona de restaurantes y nightclubs del Viejo San Juan, cuyo nombre es un acrónimo que deriva de dos palabras, South Fortaleza, que es exactamente el lugar en el que nos encontramos, al sur de la calle de la Fortaleza, justo al norte de la Plaza de Colón.
Cada mes de diciembre en el SoFo tiene lugar un famoso y concurrido festival culinario, que pone de relieve las excelencias de la cocina criolla, la cocina local, que es un poco caribeña, un poco africana y también taína. Cualquier excusa resulta buena para conmemorar algo en un país como Puerto Rico. “Los puertorriqueños somos muy celebrones”, me dice uno de los barman, que me recuerda que, por haber, hay hasta un Día del Plátano y un Día de las Chiringas. Las chiringas son barriletes, cometas, que se retuercen alegres en el cielo cualquier domingo por la mañana, sin necesidad de que sea su onomástica. El lugar preferido por los más pequeños para hacerlas bailar entre las nubes es el Morro, o lo que es lo mismo, el castillo de San Felipe, una fortificación española construida en el siglo XVI que se encuentra situada en la misma entrada de la bahía de San Juan, a 45 metros sobre el nivel del mar.
Declarado Sitio Histórico Nacional, y también Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, este bastión, que el mítico corsario Francis Drake no pudo asaltar y que invita a imaginar batallas entre galeones y barcos piratas, nos pone en conexión con el pasado más lejano de la animada capital puertorriqueña, la segunda ciudad colonial más antigua de las Américas, punto de partida para las expediciones españolas hacia los lugares desconocidos del Nuevo Mundo. Aunque existe un San Juan moderno, con sus habituales centros comerciales poblados de boutiques de las más reconocidas firmas de moda y sus avenidas donde no faltan los últimos modelos Mercedes aparcados en ellas, es el Viejo San Juan el verdadero corazón de la ciudad, con preciosas casas color pastel y calles tapizadas de adoquines, realizados con los desechos de los hornos que los barcos españoles utilizaban como lastre.
Orígenes militares. “En mi Viejo San Juan, cuántos sueños forjé en mis años de infancia./ Mi primera ilusión y mis cuitas de amor, son recuerdos del alma./ Una tarde partí hacia extraña nación, pues lo quiso el destino./ Pero mi corazón se quedó frente al mar, en mi Viejo San Juan”. Tanto si la entona Luis Miguel como si lo hacen Los Panchos, la canción del compositor Noel Estrada es famosa en toda América Latina. Puerto Rico es hoy un Estado Libre Asociado de los Estados Unidos, pero en sus orígenes su capital fue el puesto militar español más importante allende los mares.
El Viejo San Juan se sitúa en una especie de isleta, conectada a la isla principal por una calzada y varios puentes. Benedictus Qui Venit in Nomine Domine. Todavía hoy se puede leer esta inscripción en la puerta de San Juan –la única que se conserva de las seis que tuvo la muralla–, paso obligado de los nuevos mandatarios y obispos que hasta aquí llegaban tras desembarcar en algún punto próximo al Palacio de Santa Catalina, también conocido como la Fortaleza, construida a mediados del siglo XVI por expreso deseo del emperador Carlos V. Está considerada la mansión ejecutiva más antigua de uso continuo en el hemisferio occidental, residencia actual del gobernador de Puerto Rico. Sí, Luis Fortuño vive aquí y no en la Casa Blanca, la casa-fuerte de la familia de Juan Ponce de León, que hoy se ha reconvertido en museo, con muebles de época –siglos XVI y XVII– y un salón del trono preparado en sus tiempos para la posible visita del rey de España.
De dioses y diablos. Existen aún más construcciones defensivas en el Viejo San Juan. Si el castillo de San Felipe servía para proteger a la ciudad de los posibles ataques marinos, el fuerte de San Cristóbal, levantado en el siglo XVII, tenía como misión evitar los terrestres. Dobles compuertas y una complicada red de túneles hacían más fácil la misión de tan colosal baluarte, el más grande construido por los españoles en el Nuevo Mundo, que llegó a cubrir más de 200 acres (unas 81 hectáreas) de tierra y a inspirar alguna que otra leyenda. Se dice que en una de sus garitas, la más aislada y antigua del fuerte, desapareció una noche el soldado Sánchez, alias Flor de Azahar, así bautizado por el blanco color de su piel. Un fusil, el uniforme y la cartuchera son los únicos objetos que se encontraron de él a la mañana siguiente de su servicio nocturno, con el misterioso rumor del Océano Atlántico de fondo y el silbido del viento como testigo. Quién sabe si se lo llevó volando por el cielo y más allá el mismísimo Satán, tal y como creyó el resto de centinelas, pero lo cierto es que hoy en día se conoce este lugar como la Garita del Diablo. Pero no solo hay motivos para asustarse en el Viejo San Juan, que aquí también ocurrieron algunos milagros. Como ese que se esconde tras la construcción de la Capilla del Cristo, del siglo XVIII, levantada en el mismo sitio en el que un joven logró sobrevivir por intercesión divina tras caer de su caballo. En su interior destaca un retablo tallado en madera y algunas pinturas de José Campeche, pintor puertorriqueño considerado como uno de los mejores artistas rococó de las Américas.
Aún quedan más milagros. O, al menos, sucesos extraños que contar. Hay quien cree que al cuerpo del mártir San Pío, que descansa en la Catedral, aún hoy le crecen las uñas y el pelo. No hace falta acudir a comprobarlo, pero sí se antoja imprescindible hacer una visita al lugar elegido para su eterna morada, en el que también está enterrado Juan Ponce de León. La todopoderosa Catedral de San Juan, imponente y señorial, ha sufrido lo suyo: fue construida en el año 1521 y, desde entonces, ha soportado el paso de dos huracanes y otros tantos terremotos.
Plazas y calles en fiesta. La plaza en la que se alza el templo se conoce con el nombre de las Monjas, ya que aquí hubo durante mucho tiempo un convento de carmelitas, hoy transformado en hotel. Hay más plazas en el Viejo San Juan. La más céntrica es la de Armas, que fue utilizada en otra época para adiestramientos militares, con una fuente que representa a las cuatro estaciones. En la de Hostos se dan cita artesanos y apasionados del dominó, juego de mesa que es casi como un deporte nacional, aquí y en otros países como Cuba o Venezuela.
Muy frecuentada es también la Plaza de San José, donde se emplaza el Museo Pau Casals, ubicado en la casa en la que el compositor y violonchelista catalán pasó los últimos 17 años de su vida. Otro museo importante es el de Arte e Historia, inaugurado en el año 1979 en las instalaciones de un antiguo mercado. Siempre hay actividades en torno a él durante las fiestas de San Sebastián, en el mes de enero, en las que la gente se echa a la calle para dar por terminada la temporada navideña. Hay comparsas de cabezudos –con su doña Fela y la puerca de Juan Bobo–, conciertos, bailes, puestos de artesanía y comida y bebida para todos.
Para tomarse una piragua (un refresco de hielo raspado y edulcorado con jugo de tamarindo, guayaba o piña) no hace falta esperar a que comiencen las fiestas. Siempre se pueden comprar en los carritos que cada dos pasos inundan el Paseo de la Princesa, que culmina en el romántico malecón, por el que, al caer la noche, avanzan las parejas cogidas de la mano. Al observarlos cobra sentido el poema de Martín Espada sobre la coca-cola y el coco frío. Puede que JLo sea una de las caras más visibles de Puerto Rico, que los chavales se vistan con t-shirts y que cuando preguntas si pronto va a caer uno de esos chaparrones que duran apenas unos segundos alguien te conteste “maybe, maybe”. Pero en la vieja capital de la isla del encanto, la cuarta en tamaño de las Grandes Antillas, la historia sigue ocupando su lugar. “De mirarte tanto y tanto/ del horizonte a la arena”, el poeta Pedro Salinas, enterrado en el cementerio de Santa María Magdalena de Pazzis, se enamoró de ella. Y todo el que viene, de su alegría inmensa.
La Playa del Escambrón
Justo a la salida del Viejo San Juan se abre la playa del Escambrón, de arena blanca y aguas tranquilas, enmarcada por arrecifes de coral y árboles que proporcionan una sombra cuando el sol comienza a apretar. Encajonada entre las rocas, esta playa no parece estar nunca rebosante de gente por mucho que, por la mañana, se llene de viejitos haciendo sus rutinas de estiramientos y, por las tardes, ya al borde de la noche, los más jóvenes se reúnan en grupos, con helados en la mano o algodones de caramelo recién comprados. En la zona más próxima a las murallas se puede hacer esnórquel y ver cómo pasan a nuestro lado peces de todos los colores… Hay quien prefiere alejarse del mar y contemplarlo en la distancia sentado en algún banco del parque de las Palomas, al final de la calle del Cristo, del que no hace falta explicar el porqué de su nombre. Es tradición obligada dar de comer a estas aves –se pueden comprar aquí mismo bolsitas de maíz– y sentirse así uno más entre la multitud. Un lugar “lindo y relajante” por el que han pasado generaciones de puertorriqueños, que a buen seguro guardarán en su casa divertidas instantáneas de una apacible tarde en familia.
Texto: Viajar El Periódico