Recostada sobre el Río de la Plata, la capital uruguaya asiste a un renacer social que llega cargado de esperanza. Nuevos aires de prosperidad que se respiran en sus calles, más concurridas que nunca, en su creativa oferta cultural y en la ilusión renovada del apenas millón y medio de almas que pueblan esta bella ciudad de perfil irremediablemente nostálgico, urdida de tango y candombe, de fútbol y literatura. Esta ciudad que vive, trabaja y sueña de cara a ese mar que no es un mar.
Como la letra de un tango, Montevideo destila melancolía. Tal vez porque discurre silenciosa bajo el brillo metálico del Río de la Plata, o porque su memoria ha quedado suspendida en otra época del pasado o porque su alma está transitada de lecturas y esperanzas, de boliches y cafés, de melodías de arrabal. En Montevideo se vive sin alardes y se camina despacio, se bebe mate bajo el sol y se chamusca carne en plena calle, se baila milonga al atardecer y, de tanto en tanto, cuando se toca la fibra, se desbordan como un ciclón las pasiones futboleras. Y sin quererlo o sin saberlo siquiera, su día a día lleva impreso el sello de la nostalgia, que no la tristeza, porque la ciudad goza en los últimos tiempos de nuevos despertares y su irremediable halo melancólico es como una primavera tardía, pero primavera al fin y al cabo.
Ni la historia y ni la cultura de esta capital de gentes extremadamente cálidas y amables podría entenderse sin ese río sin horizonte, el más ancho del mundo, que la separa de Buenos Aires en un paseo de tres horas en barco. Montevideo puede recorrerse de un extremo a otro siempre mirando a ese mar que no es un mar, sobre el que se recuesta una ciudad que al principio no era una ciudad sino un puerto, antes de la llegada de los primeros pobladores procedentes de las Islas Canarias, cuando la Corona española solo supo ver en esta tierra sin oro un bastión estratégico contra los portugueses.
Aguas de León
Hoy el mítico Río de la Plata es la esencia de la ciudad. A su orilla está unida para siempre a través de esa Rambla costera que va mudando de nombre a lo largo de 20 kilómetros, en un paisaje también cambiante en el que se alternan los espacios verdes, los edificios modernos y las playas. Esa Rambla que, por cierto, tiene más de malecón habanero, incluso de un Miami sin oropeles, que del homónimo paseo barcelonés. Por ella transitan los montevideanos desde bien temprano en la mañana, siempre con su termo de agua caliente bajo el brazo, una imagen que es indisociable del paisaje humano de la ciudad. También en la Rambla se hace deporte, y se pasea en bicicleta, y se amodorran los pescadores desde las escolleras esperando a que muerda alguna corvina. Pero es el atardecer el que invita a la congregación, a la salida del laburo, como dicen ellos, cuando acuden a sentarse en los poyetes de piedra, a entregarse al mate y a la conversación mientras el sol tiñe de naranja las aguas. Porque el color del río también tiene su propia miga. Un amarillo opaco que varía en función de la marea oceánica y del aporte de agua de los afluentes, y que muestra unas veces destellos púrpuras; otras, un tono achocolatado, pero que a los rioplatenses les gusta decir que tiene “color de león”, como cantaba el poeta Leopoldo Lugones.
Más allá de la Rambla, el tejido urbano de la capital uruguaya ha estado históricamente abierto a tantas corrientes arquitectónicas que hoy exhibe un eclecticismo sin igual, una suerte de amalgama algo decrépita en la que caben desde los palacios suntuosos hasta los mazacotes de viviendas apelotonadas. En Montevideo se suceden plazas en las que se respira aire europeo, barrios que conservan la pátina de los tiempos coloniales, calles que no quieren dejar de ser pueblo y otras que nunca pretendieron serlo. La Ciudad Vieja es la que mejor conserva el patrimonio histórico, con fachadas que han sido recuperadas para abrir restaurantes, bares, talleres de artistas plásticos y tiendas de antigüedades donde hallar cachivaches de tiempos olvidados. Un delicioso renacer cultural que ensambla el pasado con el presente.
La Ciudad Vieja
Frente al muelle comienza el paseo por la Ciudad Vieja, con el aroma a parrillada que se desprende del emblemático Mercado del Puerto. Aquí, cada sábado al mediodía se despliega la fiesta de la carne, acompañada de música callejera a golpe de tamboril o bandoneón. Y es que el asado, siempre con brasas de leña –nunca con carbón–, es el plato nacional de este país que presume de contar con cuatro vacas por habitante. Será el momento de probar el chivito, el bocado que mejor representa la identidad culinaria uruguaya. Un sandwich de lomo de ternera y vegetales que puede tener tantos ingredientes como maneras de prepararse. Para acompañarlo, qué mejor que un medio y medio (mitad vino blanco seco, mitad espumoso), el trago ideado por el bar Roldós y que está institucionalizado como la bebida del puerto.
La Ciudad Vieja es más que este bullicio marinero tan genuinamente descarado y popular. La Ciudad Vieja es, sobre todo, la peatonal Sarandí, que la atraviesa de punta a punta. Es quizás la callecita montevideana por excelencia, la que discurre entre edificios históricos y fuentes, la que está flanqueada de puestos callejeros donde se vende artesanía y la que reúne algunas de las librerías más bellas, como Más Puro Verso, en una antigua óptica de 1877, con sus dos pisos conectados con el primer ascensor que tuvo la ciudad.
Como una arteria silenciosa, Sarandí atraviesa la Matriz, el espacio público más antiguo, nacida como Plaza Mayor y bautizada después como Plaza de la Constitución porque fue aquí donde el pueblo celebró el nacimiento legal de la República. En su perímetro se encuentra la Catedral, el Cabildo reconvertido en museo y la sede del Club Uruguay, reducto de la alta burguesía de Montevideo. Muy cerca se alza el Teatro Solís, el templo de la cultura uruguaya. Inaugurado en 1856 y modernizado en 2008 con una obra faraónica, por su escena han desfilado las compañías más reconocidas del mundo, aunque la huella más profunda la dejó Margarita Xirgú, que dirigió la Comedia Nacional.
El centro
Pero hay que llegar a la Plaza Independencia para estar en el corazón de la capital. En este espacio rodeado de palmeras que marca el límite de la Ciudad Vieja con el moderno centro comercial late la vida cotidiana, las celebraciones y las protestas, siempre bajo la estatua ecuestre de José Gervasio Artigas, el héroe nacional. En la Plaza Independencia encontramos el símbolo de Montevideo, el Palacio Salvo, que tiene en el Palacio Barolo de Buenos Aires su construcción hermana, y que llegó a ser el edificio más alto de América del Sur cuando aún la palabra rascacielos sonaba como un vocablo extraño. En él pervive el recuerdo de la confitería La Giralda –demolida para su construcción–, donde en 1917 se estrenó la famosa Cumparsita, escrita por el uruguayo Gerardo Matos Rodríguez. Un tango –el más versionado de la historia– que es el himno cultural del país y que sirve para reivindicar su triunfo en la eterna rivalidad con Argentina.
Porque en Montevideo la tradición tanguera es cosa seria –salas como El Milongón, Fun Fun o Joventango dan buena cuenta de ello–. Tanto, que en la gran incógnita sus gentes siguen defendiendo que Carlos Gardel nació en Tacuarembó. De la Plaza Independencia arranca la Avenida 18 de Julio, el eje de la ciudad moderna. Una calle comercial que abarca 34 cuadras hasta el Obelisco a los Constituyentes, mientras deja en el camino hermosos edificios de fachadas expresionistas y art decó, y algunos rincones muy queridos por la población, como la escultura El Entrevero, en la Plaza J.P. Fabini, o la Fuente de los Candados, donde dejan su recuerdo los amantes.
Espacios verdes
Fuera del centro, Montevideo ofrece una cara más apacible en sus otros barrios menos concurridos. Y también en sus frondosos parques, que convierten a esta ciudad en la más verde de América Latina en relación a su población. El Parque Rodó, llamado el Paseo del Pueblo, o Los Jardines del Prado, en el señorial barrio del mismo nombre, son los más pintorescos, aunque más fama se lleva el Parque Batlle, acaso porque en él se encuentra otro de los grandes iconos: el Estadio Centenario, declarado Monumento Histórico del Fútbol Mundial. Fue aquí donde Uruguay ganó su primera Copa del Mundo en 1930 –la segunda sería en el 50 con el maracanazo– alimentando para siempre la garra charrúa, expresión con la que se alude al espíritu de lucha de la selección celeste.
Otros paseos, y otras bellezas, encierran barrios como Punta Carretas, antiguo hogar de pescadores y lavanderas; Pocitos, con su playa atestadísima y su rambla escenario de conciertos, y Buceo, donde se elevan al cielo lujosos edificios que miran al río. Y más emoción deparan Palermo y Barrio Sur, hogares de la cultura afrodescendiente. Por sus calles retumban los repiques y tamboriles del candombe, el género musical que dieron a luz los esclavos como símbolo de la negritud rioplatense. Ritmo, gesticulación y color en una ciudad donde hay mucho espacio para la alegría.
Tras los pasos de Mario Benedetti
“Al sur al sur/ está quieta, esperando/ Montevideo”. Discreto y taciturno como la ciudad que más retrató su obra, la figura de Mario Benedetti es indisociable de la capital uruguaya porque en cada rincón laten sus versos, sus ideas, sus personajes… Por eso también puede ser recorrida tras la huella del escritor. El Montevideo de Benedetti es el del liceo donde estudió, las oficinas donde trabajó, el café donde escribió o el cementerio donde descansa desde hace apenas cuatro años. Pero también es el Montevideo que inspiró su literatura inolvidable. El de los escenarios de La Tregua, como el Palacio Salvo, “casi una representación del carácter nacional: guarango, soso, recargado, simpático”. El de la playa Pocitos de Gracias por el fuego, “con el murallón de grandes edificios que dan sombra a la playa y la cubren de una falsa melancolía”, o el del Prado “en horas de la siesta” de Primavera con una esquina rota. También en el Jardín Botánico está presente su recuerdo, en ese lugar A la izquierda del roble donde alumbró uno de sus más bellos poemas de amor.
Diez paseos imprescindibles
La Rambla. Es el paseo favorito de los montevideanos y el balcón por el que se asoman al mítico Río de la Plata. De oeste a este, comienza en la Rambla Sur y recorre unos 20 kilómetros hasta Carrasco, dejando a su paso parques y playas como la de Pocitos, la más concurrida en verano.
El puerto. Su relevancia le viene dada por el tránsito de cargas del Mercosur, cuya sede está en Montevideo. También por el ambiente mágico de sus alrededores, con el complejo gastronómico del Mercado del Puerto, donde se emplazan las mejores parrilladas de la ciudad. Los sábados al mediodía se convierte en una fiesta.
Peatonal Sarandí. Por las entrañas de la Ciudad Vieja avanza esta pintoresca calle sin tráfico que atraviesa la Plaza Matriz y discurre entre edificios de gran riqueza arquitectónica, puestos callejeros de artesanía y viejas librerías.
Plaza Independencia. El corazón de Montevideo es su plaza principal, cuyo centro preside el prócer José Gervasio Artigas sobre el mausoleo que guarda sus restos. En un extremo se alza el Palacio Salvo, edificio emblemático que llegó a ser la torre más alta de Sudamérica. Atravesándola en diagonal se llega al Teatro Solís, donde tienen lugar los acontecimientos culturales más relevantes del país.
Avenida 18 de julio. La avenida más comercial debe su nombre a la Jura de la Constitución de 1830. Es el eje del Montevideo moderno, con tiendas, quioscos, cafeterías, cines… Atraviesa, además, tres plazas hasta llegar al Obelisco a los Constituyentes, en el Parque Batlle.
Parque Rodó. Erigido a principios del siglo XX en una zona privilegiada a escasos minutos del centro y en la misma orilla del Río de la Plata, se trata de una zona arbolada con un lago, fuentes y bancos de azulejos, que alberga también un castillo, un parque de atracciones, el Teatro de Verano y el Museo Nacional de Artes Visuales. Entre su vegetación se esconden maravillosas estatuas, como la del filósofo chino Confucio o la dedicada a Lemanjá, la diosa del mar.
El cerro. Este icono que figura en el escudo de Uruguay ofrece, además de valor histórico, la más bella panorámica sobre la bahía desde sus 148 metros de altura. En su cima se encuentran la Fortaleza y el Faro. En los alrededores crecieron los barrios de los inmigrantes, que acabaron bautizando la zona como Villa Cosmópolis.
Jardín Botánico. Integrado en los Jardines del Prado, este paseo reúne cientos de plantas, muchas autóctonas y otras tantas de Asia, África, Latinoamérica y Europa. Calistemos, plumerillos, alcanforeros, canelas, catalpas, coralinas… son algunas de las especies de este fantástico parque.
Buceo. La arquitectura moderna tiene su espacio en este barrio del Este, con los edificios más lujosos. Apartamentos y oficinas de negocios, centros comerciales y la sede del Yatch Club de Uruguay –joya de estilo art decó– dan paso a la propuesta del World Trade Center, un complejo presidido por tres torres que promete un crecimiento imparable.
Zonamérica. Los interesados en el business hallarán en este proyecto innovador su emplazamiento ideal. Zonamérica es un parque de negocios en una superficie de 92 hectáreas rodeada de zonas verdes. Uno de sus edificios, el Celebra, ha recibido varios premios internacionales por su arquitectura ultramoderna.
Texto: Revista Viajar
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