Refugio de trotamundos en la década de los 70 y paraíso secreto de unos pocos millonarios tiempo después, la vieja ciudad de Lamu pasó finalmente a engrosar el listado de la Unesco en el año 2001, reconocida como el más antiguo y mejor conservado asentamiento swahili que se mantiene activo. La antigua urbe se halla en la isla de Lamu, en el archipiélago homónimo, un conjunto de islas casi pegadas a la costa de Kenia.
Para comprender la esencia de Lamu, para descubrir el secreto de su historia, hay que centrar la mirada en un mapa, tratando de imaginar la dirección cambiante de los vientos monzónicos en el Índico. Y es que mucho antes de que Vasco da Gama consiguiera doblar el Cabo de Buena Esperanza en su ruta hacia la India –en 1497– los mercaderes árabes ya dominaban el comercio de la región aprovechando el sistema de los monzones para hinchar las velas triangulares de sus embarcaciones.
En este milenario intercambio entre la costa oriental africana y los pueblos árabes, persas, indios e incluso chinos hunde sus raíces la cultura swahili, una rica amalgama de comerciantes, pescadores, marineros y grandes navegantes. En su obra El sueño de África, Javier Reverte captó la excelente conservación del espíritu swahili de la vieja ciudad: “Lamu ofrece, viva y en la calle, su alma swahili en estado puro, en la realidad de una sociedad integrada y segura de sí. Su carácter tiene el aire de una Utopía rescatada del pasado o de una Arcadia ideal. En Lamu, el viajero siente al llegar que entra en el hogar de una familia numerosa y muy unida, frente a un mar que, cerrado por los manglares del canal de Manda, parece casi un lago privado”.
El archipiélago de Lamu albergó desde la Edad Media varios de los puertos más prósperos del comercio africano. En sus dársenas se intercambiaban las más valiosas mercancías, mientras se acometía el tráfico de esclavos que sustentaba el pilar más sólido de su economía. El máximo apogeo alcanzado entre los siglos XVI y XVIII cedió ante la abolición de la esclavitud decretada a finales del XIX. Pero este mismo declive fue el que se encargó de mantener a salvo un archipiélago que quedó anclado en el tiempo y apegado a sus tradiciones, hasta convertirse hoy en una de las joyas turísticas de Kenia.
La vida es tranquila y sosegada en Lamu. Excepto por un par de excepciones que confirman la regla, ha conseguido, casi sin proponérselo, prescindir del automóvil. La Revolución Industrial aquí parece cosa de otro tiempo. El ajetreo cotidiano incluye centenares de asnos circulando por las playas y por los callejones entre una población de lo más animada. En Lamu dicen que “un hombre sin un burro es un burro”. El otro medio de transporte sigue siendo el falucho (dhow), la nave artesanal de un solo palo cuya vela triangular permite una navegación independiente de la dirección del viento. Acompañadas por embarcaciones a motor, surcan las aguas entre las islas principales de Lamu, Manda, y Paté.
Lamu, que se cuenta entre las ciudades más importantes para los peregrinos musulmanes, dispone de más de veinte mezquitas para una población de veinte mil habitantes. La vestimenta femenina mantiene el negro riguroso con velo para cubrirse el rostro, aunque entremezclado con los colores habituales en el resto de África. Mientras tanto, la de los hombres se compone de amplias camisas y pareos de cuadros o rayas de colores anudados a la cintura –los kikoy–, un atuendo habitual que truecan los viernes de oración por largas túnicas blancas de algodón complementadas con el bonete musulmán bordado artesanalmente. En Lamu la religiosidad forma parte del día a día, tanto como la navegación, el mercado y la pesca. Todo se celebra en la calle: las ventas, la elaboración de artesanía, la lectura del Corán, las tertulias o la práctica de juegos como el bao, uno de los más antiguos del mundo.
Laberinto lleno de secretos
La distribución urbana de Lamu responde a arraigadas pautas. Lo que a primera vista parece un indescifrable galimatías de casas desordenadas junto al mar, esconde un universo bien organizado y coherente con sus tradiciones. Un sistema de agrupaciones basado en el estatus de cada clan familiar y en la pureza de los diferentes linajes, pilar fundamental de esta sociedad. Una de las razones de tal abigarramiento se debe a la antigua costumbre de ir añadiendo a las casas familiares habitaciones para los nuevos matrimonios. En caso necesario se construían sobre los callejones, creando nuevos pasadizos. Este crecimiento anárquico impide la delimitación lineal de unos barrios que se definen en función de la pertenencia a una u otra mezquita. La única vía que sigue un trazado lineal es la principal calle comercial, que corre paralela a la costa, detrás de la primera hilera de casas que miran al también animado paseo marítimo frente al mar. Detrás queda un dédalo de estrechas callejuelas, entre cuyos caprichosos ángulos surgen apacibles rincones de íntima convivencia.
Todas las edificaciones están orientadas a la Meca siguiendo un eje norte-sur, y los materiales empleados en su construcción reflejan armónicamente el entorno: bloques de caliza coralina, maderas tropicales, postes y vigas de mangle… todo ello ensalzado por ornamentales arabescos de yeso tallado. El estilo constructivo es tan sencillo como elegante. El buen gusto predomina también a la hora de decorar los espacios interiores, con intimistas patios y galerías, pequeñas piscinas o muebles de maderas tropicales. Las puertas de entrada a las casas, único alarde decorativo visible desde el exterior, constituyen una de las características más apreciadas de la arquitectura de Lamu. Se tallan al estilo de la India oceánica, con profusa geometría, motivos vegetales e inscripciones coránicas, y representan la dignidad de la familia. Los talleres donde las elaboran artesanalmente se localizan en el extremo norte de la población, cerca de la orilla.
Entre los viajeros del siglo XXI que continúan arribando a las costas de Lamu se cuenta un número creciente de turistas. Los faluchos del archipiélago, cuyo centro tradicional de construcción se halla en la histórica aldea de Matandoni, resguardada en una bahía de la costa occidental de la isla que mira a Kenia, cumplen hoy una nueva función: la de pasear a estos turistas ávidos de sol y mar.
Reserva marina
Los propios lugareños ofrecen excursiones que incluyen parrillada de peces recién capturados en alguna playa idílica. Los hoteles, desde luego, también organizan singladuras por el archipiélago, para disfrutar de la pesca, degustar una buena langosta, contemplar la puesta del sol sobre el manglar, bogar románticamente a la luz de la luna o bucear en las límpidas aguas de la isla Manda Toto, a medio día de navegación. Las excursiones más largas y aventureras, de entre dos y cinco días –con comidas preparadas al aire libre y noches en tiendas de campaña en islas robinsonianas–, son las que se dirigen hacia Kiwayu, la isla del extremo noreste que pertenece a la Reserva Nacional Marina de Kiunga, un paraíso perdido de bellísimas playas adornadas con cocoteros, mangos y árboles cítricos.
Entre manglares y algunos islotes, en el archipiélago destacan siete islas principales rodeadas de arrecifes coralinos, templadas por un sol ecuatorial y refrescadas por la brisa del Índico. Las más importantes, Manda y Paté, albergan ruinas que dan testimonio de pasadas glorias. Manda es la más accesible, se halla casi pegada a Lamu y cuenta con uno de los sitios arqueológicos más visitados, los vestigios de la antigua Takwa, ciudad abandonada tras alcanzar su máximo apogeo entre los siglos XV y XVII. Ya más al noreste, a dos o tres horas de navegación y solo accesible con marea alta, la gran isla de Paté conserva varias poblaciones de origen medieval, que siguen habitadas, y las interesantes ruinas de Nabahani, aún sin excavar.
Siglos de marinería y acogida de mercaderes han engendrado en esta zona un respeto por el extranjero y un hondo sentido de la hospitalidad. El floreciente turismo puede suponer para Lamu tanto un peligro a su integridad como un acicate revitalizador de su economía. A mediados de los 90, Javier Reverte sentía la característica desazón que provoca el descubrimiento masivo de un rincón hasta entonces casi secreto, pero aun así sucumbió: “Todo el mundo se hace lenguas sobre su belleza, cualquier viajero habla de la isla empleando el tópico de ‘mágica’. Yo no esperaba demasiado de una isla donde las agencias de viajes comienzan a abrir la puerta para que entre la plaga, esto es, el turismo. Pero me enamoré de Lamu de golpe, a primera vista. Amores así no me acometían desde la adolescencia”.
Cultura y respeto
¿Será posible conservar tanta autenticidad a pesar del turismo? Un cartel en el aeropuerto nos ruega –en inglés– que recordemos que Lamu es una urbe musulmana, con un legado de paz y buena voluntad. Sus habitantes han resumido en una afirmación su petición más urgente: “Este es nuestro hogar. Por favor, sed cuidadosos, nuestros niños observan. Por favor, comportaos con respeto y disfrutad del ambiente único de esta cultura tan longeva como frágil”.
El festival cultural de Lamu
Todos los años desde 2001, durante cuatro días –generalmente en noviembre-, y coincidiendo con la marea alta, las calles de Lamu se animan con danzas tradicionales, orquestas populares, actuaciones teatrales y reñidas competiciones deportivas, como carreras de burros en la playa, regatas de canoas y faluchos grandes y pequeños, y pruebas de natación. Todo un tributo a la herencia swahili de Lamu. También es una ocasión única para admirar un buen compendio de artesanías locales, como el tallado de madera, la cerámica, la forja del hierro, la elaboración de faluchos, el trenzado de palma, la realización de esteras y el característico pintado de adornos en las manos con henna.
Más información: www.magicalkenya.com
Texto: Viajar El Periódico