Sincretismo y heterogeneidad se dan cita en Mahane Yehuda, la lonja emblemática del lado oeste de Jerusalén, cercana a la siempre concurrida calle Agripas. La presencia de vendedores y compradores de todo tipo de origen, bien sean laicos o ultraortodoxos, rusos o etíopes, refleja el gran crisol de etnias y culturas que conforman la sociedad israelí. Igualmente, abundan los comerciantes palestinos de Jerusalén oriental, reconocibles por su acento al pronunciar el hebreo o por el árabe que hablan entre ellos durante los descansos. Pausas efímeras, pues el ritmo de venta en este bazar suele ser vertiginoso, especialmente horas antes del comienzo del Shabat, el día de reposo semanal sagrado que los judíos observan desde el atardecer del viernes hasta el del sábado.
“Shtei Kilo Hamesh-ezré!” (“¡Dos kilos a 15 shequels!”, o sea, tres euros), grita el vendedor de uno de los puestos de frutas más concurridos. Estamos en temporada alta de la fresa y los precios han bajado a menos de la mitad respecto de los que se pagaban hace un mes. Unos clientes guardan cola en uno de los dos abarrotados pasillos principales del mercado, otros empujan y se cuelan descaradamente. Una muestra más de esa mezcla siempre sorprendente para el recién llegado entre el orden europeo del que hacen gala muchos israelíes y el connatural caos de Oriente Próximo.
También se venden pan y productos de pastelería recién sacados del horno, como los de la famosa panadería Teller, que está repartida en dos dispensarios diferentes de Mahane Yehuda. Y con los precios a la vista, a diferencia de otras panaderías en las que los cantan verbalmente y varían según el día y la hora. La hogaza de pan recién hecha por la mañana cuesta 12 shequels (2,40 euros), que bajan a 10 por la tarde (2 euros). Y luego están los pasteles y dulces, más propios de la cultura culinaria árabe, que han sido incorporados por la israelí, como por ejemplo en el caso de la halva (especie de turrón de almendra) y el kanafe (queso de cabra con una capa similar al huevo hilado y con líquido caramelizado), típicos palestinos.
Los que sin embargo prefieran delicatessen más a la europea no tiene más que acercarse al conocido puesto de Basher. Todo tipo de quesos importados de Francia, Holanda o Italia, así como de embutidos kosher (no procedentes del cerdo) y aceitunas de todos los tamaños, maceradas en vinagretas diversas. Igualmente diferentes tipos de anchoas sazonadas y arenques en salsas preparadas para los mejores gourmets.
El pescado también encuentra su hueco en la calle HaTapuaj del mercado, aunque con menos presencia de lo esperado considerando los más de 270 kilómetros de costa de Israel, la mayoría en el Mediterráneo. Una decena de pescaderías compiten por la atención de los clientes, que saben que encontrarán aquí las piezas más frescas de la ciudad, frente a los congelados que abundan en los supermercados. Por supuesto, no faltan las carnicerías y pollerías, aunque éstas sí son habituales en cualquier barrio jerosolimitano.
Por último, quien quiera aprovechar para comer o tomarse algo tampoco le faltarán oportunidades. Desde un menú a base de falafel y sabrosos zumos naturales, disponibles en distintos puntos del mercado, hasta una ensalada oriental en el Basta o unas cervezas en el bar de tapas Qué Pasa. Abierto hace ya dos años por un joven empresario de origen sefardí –cuyos antepasados fueron expulsados de España en 1492– Qué Pasa no tiene nada que envidiar a ninguno de los bares de moda del barrio Moshava Germanit, presentando tapas típicas españolas, mezcladas con productos de la tierra y una amplia gama de cervezas. Desde la San Miguel hasta siete cervezas israelíes fabricadas artesanalmente en los alambiques del kibbutz (granja) Sriquim. Sin duda una original fusión entre España e Israel.
Texto: El País