Se cuelan tierra adentro como cristalinos dedos de mar. A sus orillas, montañas y precipicios de vértigo tapizados de bosques, glaciares, cascadas y pueblitos de cuento. Son los fiordos en los que siglos atrás atracaban sus “drakkars” los vikingos y hoy son el destino favorito por el que asomarse a la portentosa naturaleza del suroeste de Noruega. Al volante, a pie, en kayak, en crucero… cada cual puede elegir cómo abordar el festín de pureza que aguarda por sus geografías de cataclismo.
Incluso al urbanita más recalcitrante no le quedará otra que rendirse ante la grandiosidad de la naturaleza que define a la Noruega de los fiordos. Es aquí, en el país de los vikingos, donde este accidente geográfico alcanza su máximo esplendor. Aunque los hay por otras latitudes, en ninguna como en estas se concentran tantos de ellos en tamaña anarquía de roca y mar.
Casi todo el perfil oceánico de este país se recorta una y mil veces en dramáticos tajos, aunque hay cierta unanimidad en acotar los fiordos más despampanantes ente la ciudad de Stavanger y la más diminuta de Kristiansund, con Bergen y Alesund como trampolines principales desde los que lanzarse a abordarlos. Donde hoy fluye el agua, antaño hubo glaciares que fueron horadando las rocas al ritmo de medio metro de profundidad cada mil años. Por estas hendiduras, al fundirse los hielos acabó colándose el mar. A resultas de ello hoy se puede navegar, pero también conducir, pasear a caballo o en bici y caminar por las orillas de fiordos de todas las formas y tamaños imaginables. Los hay tan largos como el de Sogne, tan célebres como los de Naeroy y Geiranger, declarados Patrimonio de la Humanidad, o de nombres casi impronunciables como Romsdalsfjord o Hardangerfjord. Aunque su denominador común sea una estampa de empinadísimas laderas atravesadas por sus cauces entre una amalgama de barrancos, praderas y cumbres a menudo nevadas, en realidad no hay dos fiordos iguales. Los que los conocen bien llegan incluso a atribuirles personalidad propia.
La carretera es el destino
Este zafarrancho de dedos de mar que llegan a colarse hasta 200 kilómetros tierra adentro intimida lo suyo cuando su enmarañado laberinto anfibio se avista en un mapa. Una vez allí se constata, sin embargo, que desplazarse por ellos no podría resultar más fácil. Porque donde empieza el agua habrá siempre a mano para cruzar al otro lado un ferry o alguno de los puentes y túneles –alguno de hasta 25 kilómetros– en los que los noruegos invirtieron parte de los millones que les llovieron en los 70 al descubrir petróleo en el Mar del Norte. Con el fin de comunicar mejor con el resto del país a los escasos habitantes de estos entonces remotos territorios y, de paso, hacérselos más accesibles a sus legiones de admiradores se trazó también una eficaz red de carreteras que, más que un mero medio de transporte, son un destino en sí mismo. Tras cada curva aflora una cascada, valle, mirador o paisaje a cual más despampanante, que viene a confirmar el dicho de que el mejor viaje, tantas veces, aparece en los desvíos.
De las 18 carreteras que gracias a su comunión con la naturaleza han sido designadas por toda Noruega como turístico-nacionales, la mitad se encuentra en la región de los fiordos, aunque puede que ninguna de ellas sea capaz de dejar con la boca abierta al viajero tanto como la carretera del Atlántico. Su tira de asfalto, entre Kristiansund y el pueblo pesquero de Bud, va saltando casi al ras del océano entre puentes e islotes barridos por el viento a cuyos pies se pueden avistar focas y hasta, con suerte, ballenas. Tampoco desmerecen la que entre Aurland y Laerdal se conocen como el Camino de nieve, la construida en 1881 entre las empalizadas de piedra de las montañas de Stryn, la que por el fiordo de Geiranger todos llaman la escalera de los trolls o la que cruza Ryfylke para, en un quiebro, desembocar en el descomunal peñasco del Preikestolen, uno de los platos fuertes de los fiordos. Bautizado como El Púlpito, sus 600 metros se asoman en picado vertical a las aguas del Lysefjord. Si el día está despejado, desde lo alto de su plataforma, a la que se accede tras un par de horas de caminata entre barrancos y pedruscos, se entiende para siempre lo que es un fiordo al admirar cómo su afilada lengua de agua va abriéndose paso entre los precipicios y las lomas. Y también desde tan arriba resulta más fácil darle crédito a la leyenda que asegura que tiempo atrás, cuando los noruegos no eran el pueblo acomodado que es hoy y sus habitantes malvivían aquí sobre todo de la pesca, sus gentes se veían obligadas a atar con cuerdas a las vacas y hasta a los niños para que en un desliz no se precipitaran a los abismos de los fiordos.
El contrapunto urbano
Si bien es su naturaleza y no sus monumentos los que atraen a los visitantes hasta estos pagos, también un par de obras del hombre han tenido el honor de engrosar la lista del Patrimonio Mundial de la Unesco. A la espera de que algún día se sume a ella la iglesia de Borgund, la mejor conservada de estos peculiares templos de madera que son herederos directos de las técnicas constructivas de los vikingos, la que se alza en Urnes, la más antigua de la treintena de stavkyrkjer que se conservan por el país, sí atesora el galardón. Y también lo ostentan en Bergen los antiguos almacenes del Bryggen, el viejo muelle desde el que los comerciantes de la Liga Hanseática exportaron bacalao en salazón a Europa hasta que el descubrimiento de América y guerras como la de los Treinta Años fueron debilitando a esta poderosa federación de potencias medievales del Báltico y el Mar del Norte.
A pesar de haberle cedido la capitalidad a Oslo allá por 1299, Bergen siguió siendo la ciudad más grande de Noruega hasta bien entrado el siglo XIX –sea dicho lo de grande en el contexto local, porque hoy esta urbe apenas supera el cuarto de millón de almas–. De lo que sí puede seguir presumiendo es de ser la ciudad más bonita del país y en la que el poso de la historia mejor se deja sentir en sus calles. Su cogollo histórico sigue respirando por aquel puerto que hizo de ella uno de los emporios comerciales más activos de Escandinavia desde la Edad Media, mientras que los aires salobres de sus añejos barrios todavía dan fe del trajín marítimo que la sigue marcando.
Bien temprano, cuando su transparente luz del norte acentúa los tonos pastel del Bryggen, los puestos del Mercado de Pescado de sus aledaños comienzan a despachar bacalaos de los caladeros del Norte, lomos de salmón con todos los aderezos posibles y filetes de ballenas pescadas no muy lejos de estas aguas, además de cucuruchos de cangrejo o de gambas de los que ir dando cuenta durante el paseo. Este ordenadísimo mercado abre cada mañana justo a la vera del puerto, donde tiempo atrás se ponía el pescado a la venta a medida que se descargaba de los barcos. Ahora la cosa resulta más higiénica, como no podía ser de otra manera en un país tan civilizado. Aunque se sigue vendiendo allí mismo, los productos se entregan pulcramente embalados para que aguanten hasta la vuelta a casa de los cruceristas, sus clientes más numerosos, especialmente en verano.
Estos turistas, al igual que los que viajan por libre, no deberían obviar este año una visita al Museo de Arte, con una buena colección de obras de, entre otros pintores noruegos, Edvard Munch, cuyo 150 aniversario está ahora celebrándose. Todo ello por supuesto sumado a los otros alicientes de Bergen, como los callejeos por las angostas vías de su casco viejo, las incursiones por las prohibitivas tiendas de recuerdos, las galerías y restaurantes que ocupan los almacenes hanseáticos del Bryggen, las terrazas que se echan a la calle en cuanto asoma un rayo de sol y miradores como el monte Floyen, hasta el que llega un funicular cuyas vistas ofician de aperitivo a la naturaleza en mayúsculas que podrán paladear a fondo en cuanto se adentren más por la región de los fiordos.
El otro contrapunto urbano de la zona aparece en la coquetísima Alesund, una ciudad con olor a mar y revuelos de gaviotas posada sobre un entramado de islotes y presidida por un cogollo delicioso de edificios estilo art nouveau. Su fotogénica uniformidad arquitectónica hay que agradecérsela al incendio que en 1904 la arrasó por completo, obligando a reconstruirla partiendo casi de cero. Una vez más, un monte, en este caso el Aksla, sirve una de las mejores panorámicas desde las que avistar sus puntiagudos tejados apiñados entre un laberinto de canales, con el trasfondo de los llamados Alpes de Sunnmore.
A pie o en kayak
Entre ambas ciudades y sus inmediaciones será difícil decidirse en cuál de sus ríos trucheros y salmoneros echar la caña, en qué paraje de sus costas o sus bosques alquilar una cabaña para instalarse como en casa, por cuál de sus fiordos optar para echarse a sus aguas lisas como un plato a bordo de un kayak, o cuál de las mil y una rutas posibles explorar a pie, en bici o hasta a caballo. Incluso la escalada y el esquí, también en pleno verano, son otros de los deportes con los que aliñar las vacaciones. Para los senderistas, las montañas y glaciares de los parques nacionales Jotunheimen y Jostedalsbreen figurarían entre sus escenarios favoritos, sin menospreciar itinerarios como el famoso Aurlandsdalen, que en unos cuatro días de caminata entre paisajes de impresión atraviesa todo este histórico valle que, en su día, sirviera como nexo entre el oriente y el occidente de Noruega. Imposible también resistirse al encanto de las aldeas de madera tan bucólicamente ubicadas como Solvorn, Balestrand, Fjaerland o Laerdalsoyri, así como a retar al vértigo a bordo del Flamsbana, el recorrido en tren más escarpado del globo, un auténtico logro de la ingeniería de los años 20 que desde el pueblo de Flam trepa hasta la estación de montaña de Myrdal, salvando un desnivel de más de 850 metros a través de una veintena de túneles y vistas de infarto.
No hay un recorrido perfecto porque en la región de los fiordos lo raro sería que el elegido no lo fuera. Lo suyo es imitar a los noruegos, cuya Constitución avala por decreto el derecho de todo ciudadano a disfrutar como bien común del patrimonio natural de sus lindes. Por ello, en cuanto tienen ocasión escapan como alma que lleva el diablo de sus urbes para recargarse de pureza entre las cumbres, los bosques de abedules y las brechas de agua que agrietan cada esquina de estas geografías.
Hasta más allá del Círculo Polar
Una vez en la región de los fiordos será inevitable hacerse al agua de una u otra manera, ya sea en los ferrys que tan eficazmente salvan los tramos con más demanda, con incluso coches a bordo, o en los cruceros de toda la vida en los que los pasajeros no tienen que preocuparse por nada ya que desde el barco se organiza hasta la última expedición por tierra. Un singularísimo híbrido entre ambos sería la flota del Hurtigruten, el Expreso del Litoral que desde hace 120 años se atreve con toda la costa noruega los 365 días del año. Cada día alguno de sus buques –cómodos pero sin lujos y a precios razonables para lo que son estas latitudes– parte de Bergen hasta más allá del Círculo Polar, permitiendo que cada cual decida cómo vivir la singladura. Podría perfectamente realizarse el tramo completo de ida y vuelta a lo largo de 11 días para disfrutar de sus excursiones por los mejores escenarios de cada tramo –en verano hay salidas especiales en castellano–. Pero también, como hacen tantos noruegos, es posible subir y bajar a voluntad por cualquiera de los 34 puertos en los que va haciendo parada. Dentro de los fiordos navega, por ejemplo, por el de Geiranger y, como novedad de este año, en algunas temporadas por el también espectacular Hjorundfjord.
Texto: Viajar El Períodico
Los Fiordos son un destino fascinante. Son famosos por el rigor de su clima, pero ofrecen paisajes fabulosos.
Enhorabuena por su post, es muy informativo!!