La mirada de turista ha prevalecido en los textos que desde 2006 escribo para El viajero. La mirada de quien llega a un lugar y apunta lo que le resulta impactante: la viajera no quiere usurpar el territorio a legítimos moradores que saben mejor que nadie desde hace cuánto, en el suelo, queda la marca de una retirada estatua ecuestre. Hoy mi perspectiva se transforma: Malasaña forma parte de mí desde hace treinta años. Aquí vivo. No soy una turista. Soy una vecina que baja la basura a la calle con ropa de andar por casa. Para escribir este artículo no llevo un cuaderno: cada detalle está en mi cabeza. A veces me pasa desapercibida la apertura de un bar y, en ocasiones, creo que otros negocios, traspasados hace siglos, aún están ahí. Me desilusiono, aunque las fachadas guarden la huella de esos sitios donde hice muchas cosas por primera vez: como Baztán, ya casi en la plaza del Dos de Mayo, donde aún se vislumbran las figuras fantasmagóricas de dos viejecitos con chaquetilla granate que, al entrar a su taberna, El Maragato, te daban como asiento una caja vacía de botellines de cerveza. O como aquella tienda de patatas fritas y litros de Mahou, en la calle del Dos de Mayo, que después fue la Escuela de Música Creativa (también en Palma) y hoy está al lado de un local de comida preparada, L’Isola Bella…
Malasaña es el país al que te deslizas después de caer por el hueco del árbol. Una irreductible aldea que se relaciona extrañamente con el espacio y el tiempo: con esa posibilidad de que un mismo local haya albergado distintos negocios confundidos en la memoria, pero también con la evidencia de que este barrio, igual que Isabelle Huppert en Prostituta de día, señorita de noche, es diferente bajo la luz del sol o de una luna que ilumina tejados de tejas sobre los que se escuchan las patitas metálicas de las palomas y desde los que alguna vez he visto caer un gato que se da la vuelta en el aire, aterriza con las patas y huye hacia el interior de una de esas bodegas que proliferaban en Madrid: allí se compraba vino a granel y se dejaban los cascos viejos. La bodega manchega de San Vicente Ferrer debió de ser así: hoy ofrece bebidas embotelladas hasta las diez y está en guerra con los chinos que, de noche, se colocan en las esquinas para vender latas de cerveza caliente. El dueño, un hombre canoso, reparte por los bares con una carretilla.
La condición mágica de este barrio, que tiene algo de Brigadoon, se confirma en la labilidad de sus límites y en sus denominaciones bárbaras y comerciales: Malasaña, Maravillas, Triball, Little London… Nadie sabe dónde empieza o acaba este lugar: San Bernardo, tal vez Amaniel, Carranza, la glorieta de Bilbao, Fuencarral, la Gran Vía o esa plaza que llamamos de la Luna y que en realidad tiene un nombre más historiado, Santa María Soledad Torres Acosta; aquí estaban los cines Luna hoy reconvertidos en gimnasio y aquí se asienta una de esas terrazas semicubiertas donde en invierno, bajo las estufas, atónitos fumadores beben y fuman simultáneamente. Como en los viejos tiempos. El barrio se expande y se retrae. Es el cuerpo de un caracol sin concha.
Colmados y ‘boutiques’
Vermú de grifo sobre la barra de Casa Camacho, en el número 4 de la calle de San Andrés, en Malasaña (Madrid). / ALFREDO ARIAS
La naturaleza miscelánea y ambigua de Malasaña se refleja en los habitantes de un barrio donde se produce esa simbiosis entre lo paleto y lo cosmopolita que algunos identifican con Madrid: los profesionales liberales viven en pisos reconvertidos en lofts, gentrifican la zona, compran cómics en The Cómic Co., se visten en Biscuit o en La Pizarra, consumen cup cakes o pasan la tarde en Lolina Vintage, mientras viejas madrileñas, que bailan el chotis encima de un ladrillo, embuchan inverosímiles carritos de la compra. Todo sucede al mismo tiempo y en las mismas calles: Divino Pastor, Palma, Espíritu Santo… La sofisticación de las creperías, de las boutiques como El Templo de Susu, de las hamburgueserías o de esas librerías de intercambio y reciclaje, se mezcla con la frutería de toda la vida donde los dueños te pesan dos calabacines al ritmo de heavy metal o con la carnicería de mostrador de mármol. Los comercios responden a los heterogéneos perfiles de sus habitantes: las marihuaneras grow shops, los colmados veganos, las tiendas de comida preparada o de delicatessen, las cervecerías ecológicas, conviven con tradicionales ultramarinos o con tabernas de comida casera y mantelito de cuadros (Casa Fidel); las alpargatas de Antigua Casa Crespo, el comercio más viejo de Madrid, compiten con las plataformas de Au Revoire Cinderella, una zapatería en la que solo se calzaría Lady Gaga; almonedas, donde los objetos se abigarran rindiendo culto al horror vacui (Restaur-arte) son compatibles con los gadgets de Curiosité y sus muñequitos de bacterias y virus, desde el Ébola hasta la gonorrea; cafés de siempre como el Star y sus partidas de ajedrez de los lunes, el Parnasillo con Mario y Martín tan inspiradores como las musas de sus paneles modernistas, el Ruiz o la Manuela perviven junto a garitos reciclados como el Taboo, en cuyos muros quedan impregnaciones de las voces de Sabina, Luis Pastor, Krahe, Manolo Tena, de los que pasaron por aquí en la época en que el local se llamaba Elígeme, como aquella peli de Alan Rudolph que tan mal ha envejecido.
Del Pentagrama se rumorea que siguen cerrando con La chica de Ayer. Casi enfrente han inaugurado un bar-museo de la movida, Madrid me Mata, cerca de la plazuela de Antonio Vega. Los gastro-bares alfombrados con arena de playa, que ofrecen viandas ajaponesadas servidas por atléticos camareros-actores, se sitúan frente a tabernas con mostrador de cinc, vermú de grifo y pinchos de huevo duro y banderilla (Casa Camacho: si usted quiere hacer pis, pase por debajo de la barra). Las tiendas de gorritas y bicicletas, las tiendas para “prosumir” —producir lo que uno consume— aprendiendo a hacer ganchillo o punto (La Guerra de los Botones), coexisten con los expositores coloristas de las mercerías de siempre: cremalleras, puntillas, bobinas, botones… (Megino). En el barrio se ha producido una eclosión de ópticas de diseño (Caribou y Alohé), cuyo precedente se encuentra en La Toscana, antigua tienda de semillas, situada en uno de esos límites del barrio, la calle de Hortaleza, por el que Malasaña se desborda hacia Chueca. Las nuevas peluquerías destierran rulos, redecillas y pinzas metálicas para exhibir a través de ventanales el aspecto de sus clientes con la cabeza llena de tinte. El acto de cortarse el pelo se convierte en performance en Lapeluquequería o en Bruno.
El sistema venoso de las calles se impulsa desde la plaza del Dos de Mayo: niños que juegan, músicos y vendedores ambulantes, mendigos, paseadores de perros, noctámbulos que desayunan al aire libre… Los sábados, mercadillo de pulgas: Agatha Christie en gastadas ediciones, bisutería, vinilos con éxitos de los setenta. Alrededor, los bares con sus terracitas: el Sando’s, la pizzería Maravillas, el 2-D, el Café de Mahón y, en la confluencia de la plaza con la calle de Ruiz, Cabreira, donde la mejor camarera del mundo, Auri, sirve unas sardinas marinadas con salmorejo o unos boquerones adobados exquisitos. En invierno, callos. La oferta gastronómica de Malasaña se completa con menús asequibles como el de El Pico, El Chamizo —pollo y conejo al ajillo— y con delicias como las de El Cocinillas, In Situ y Montepríncipe, donde son muy celebradas las carrilleras. Excelente es el restaurante Bolívar, sobre todo en temporada de setas. Y cuando no, las croquetas de langostinos sobresalen. Para los vegetarianos, La Isla del Tesoro. Y para los amantes de las pizzas, Mastropiero, con su Napolitana con jamón.
Otras plazuelas del barrio, como Juan Pujol, son más discretas. En los últimos tiempos, a Malasaña le ha salido un corazón alternativo: la plaza de San Ildefonso, donde los jóvenes se sientan en el suelo para charlar y beber. Los sábados por la noche hay que ser muy cuidadoso para no ir pisando brazos y cabezas como en un abigarrado Carro del Heno. Aquí están la papelería La Riva; una encantadora tiendecita de cosas inglesas, Nest, y, ya en la calle de Colón, La Ardosa, donde preparan una de las mejores tortillas de patata de Madrid. En la misma plaza, una antigua farmacia, con estantes y mostrador de madera, casi le hace sombra a los magníficos azulejos de la farmacia de San Andrés con San Vicente: anuncios de fumables inofensivos para la salud, emplastos porosos rojos y Diarretil Juansé (esta farmacia hoy está en traspaso).
Libros y vinos
Cerca de San Ildefonso, en San Joaquín, abren su librería-vinería los Tipos Infames que han conseguido hacer del espacio un indispensable punto de encuentro. Otras librerías del barrio son Arrebato, Cervantes y Cia, y Tres Rosas Amarillas, especializada en relatos. La Malasaña pía y cultural tiene sus hitos en el Museo de Madrid, antiguo hospicio, con excelente portada de Ribera, hoy opacada por una espantosa verja gris que rodea el edificio —otra verja rodea la fuente que debió ser protegida de la depredación del botellón—; el interesante Museo del Romanticismo con su salón de baile; la iglesia de Nuestra Señora de Monserrat, una joya del barroco, con su robusta torre, y la inesperada capilla de la iglesia de San Antonio de los Alemanes, con pinturas en la bóveda de Juan Carreño de Miranda y Francisco Ricci. Quién sabe si en el futuro el palacete de la lideresa, en Jesús del Valle, será reconvertido en casa museo… El teatro Maravillas, el Alfil, el Lara, las salas alternativas como Tú Teatro en Velarde satisfacen la sed de drama, mientras que la mitomanía literaria puede saciarse con la búsqueda de placas conmemorativas como la de Rosa Chacel, que en este barrio vivió y ambientó sus novelas Barrio de Maravillas o Memorias de Leticia Valle. Si uno mira bien, identificará rostros famosos entre la gente que toma el sol tras unas gafas oscuras: Adriana Ugarte, Elena Anaya, aquella chica que fue la más bella del mundo en un vídeo de Prince…
Para dormir, tiene buena pinta el “cuquísimo” hotel Abalú de ambiente boutique en la calle del Pez, próximo a una casa okupada con servicio de bar abierto a todo tipo de público; o The Living Roof Hostel en la silenciosa Costanilla de San Vicente. En Manuela Malasaña hay un Hotel Ibis con el precio en la puerta que varía en función de las leyes de la oferta y la demanda. Aunque les advierto que estas últimas sugerencias son de oídas: yo duermo en mi casa. Además, a este barrio la gente no suele venir a dormir.
Texto: El Viajero (El País)